martes, 2 de septiembre de 2008

La modernidad liquida: su problemática y la educación

Para abarcar más comprensivamente este fenómeno cultural inédito, debemos plantear que lo que se ha puesto en juego son las dos variables de la cultura: permanencia y cambio.
A la preponderancia que tuvo o tiene cada una de ellas le corresponde una atmósfera definidamente distinta.
A la estabilidad y permanencia del paradigma de la Edad Media le sucede la «Modernidad», pero adquirirá formas radicalmente contrapuestas a medida que se profundiza el proceso esencial de la «modernidad» como tal.
Siguiendo a Zigmunt Bauman, vamos a plantear una buena pregunta que contiene la raíz de su respuesta: « ¿Acaso la modernidad no fue desde el principio un proceso de licuefacción?» (p. 8).1 Porque «si el espíritu era ‹moderno›, lo era en tanto estaba decidido a que la realidad se emancipara de la ‹mano muerta› de su propia historia [...] y eso sólo podía lograrse derritiendo los sólidos (es decir, según la definición, disolviendo todo aquello que persiste en el tiempo y que es indiferente a su paso e inmune a su fluir). Esa intención requería, a su vez, la ‹profanación de lo sagrado›: la desautorización y la negación del pasado y, primordialmente, de la ‹tradición›, es decir, el sedimento y el residuo del pasado en el presente (p. 9).
‹[...] y uno de los motivos más poderosos que estimulaban su disolución era el deseo de descubrir o inventar sólidos cuya solidez fuera –por una vez– duradera, una solidez en la que se pudiera confiar y de la que se pudiera depender, volviendo al mundo predecible y controlable›» (p. 9).
Por este movimiento intrínseco de la «Modernidad», comenzó siendo la etapa de la Modernidad Sólida, según la lectura de Bauman, y que coincide en lo fundamental con otras interpretaciones: Modernidad-Posmodernidad.
La primera estuvo regida por la confianza en la razón científica y produjo la realidad de un Estado capaz de orientar, hasta un cierto punto, la realidad de una sociedad que contaba con un tejido que hacía posible disponer de fines suficientemente claros, aunque no se tuvieran los medios necesarios. Los roles eran prudencialmente diferentes y aptos para negociar, aunque ello requiriese mucho esfuerzo. Desde la relación capital-trabajo hasta la de varón-mujer y la de educador-educando.
Esta primera etapa de la modernidad, la sólida, es todavía marcadamente «antropocéntrica».
Pero llevaba en sus entrañas el dinamismo suficiente para generar, por obra del desarrollo científico técnico, el desenlace en la modernidad líquida, donde el Estado y los estados quedan desbordados por otro poder no localizable y escurridizo, y enormemente superior en su aptitud para someter la vida de las «sociedades», o lo que queda de ellas, y, con mayor razón, a los individuos, a los dictados de sus propios intereses. La concentración de capital, anónimo, en cuya formación participan inversores y accionistas que desconocen a ciencia cierta cómo manejan sus intereses unos gerentes que sólo tienen por objetivo hacer producir más y más a esos capitales, entre otras razones, por el empuje incesante de la competencia y por la urgente necesidad de ser eficientes para que no se los despoje de sus brillantes puestos de trabajo. Con lo cual se genera en cascada una serie de efectos igualmente significativos y de enormes consecuencias. Se ha hablado del «Final del trabajo», pero, aunque se pueda discutir la denominación del fenómeno, no es menos cierto que el trabajo ha quedado sin poder de negociación frente al capital, ha generado una desocupación creciente y estructural, y ha contribuido a propagar un sentimiento generalizado de inseguridad, incertidumbre y desprotección, y soledad.
Ello ha llevado naturalmente a la disolución de los vínculos estables, porque tales condiciones han empujado al «individuo», como reflexiona Bauman (pp. 37 ss.), a convertirse en enemigo del «ciudadano», y que el «individuo de jure no llegue nunca a constituir al individuo de facto. Entre otras razones inmediatas, porque la lucha por la libertad negativa (libertad «de») no encuentra su correlato en la búsqueda y realización de la libertad positiva (libertad «para»), citando a Isaiah Berlin (p. 57).
Todo esto conlleva un ataque definitivo contra la auténtica individuación, puesto que, paulatinamente, toda esta enorme disponibilidad de «ofertas», junto a la insuperable experiencia de impotencia para abarcarlo todo, aunque ésa sea la dirección en que conspiran los poderosos medios de manipulación del capital sin alma, hace imposible la constitución de una suficiente «identidad personal» ni «social». Esto trae aparejada la imposibilidad de una genuina autoestima, que, por el contrario, conlleva una peligrosa y estéril actitud de narcisismo, donde «el otro» no alcanza a ser descubierto realmente.
Si desde este panorama nos aproximamos a un planteo del tema moral o ético, nos encontraremos con lo que propone Bauman en su capítulo sobre «Espacio-Tiempo», después de haber mostrado cómo el tiempo se emancipó del espacio y acabó dominando desde su inalcanzable velocidad y su actitud siempre escurridiza, a todo lo que queda situado en las fronteras de la territorialidad y la permanencia. Dice: «La ‹elección racional› de la época de la instantaneidad significa buscar gratificación evitando las consecuencias, y particularmente la responsabilidad que esas consecuencias pueden involucrar» (p. 137). Y agrega más adelante: «Es difícil concebir una cultura indiferente a la eternidad, que rechaza lo durable. Es igualmente difícil concebir una moralidad indiferente a las consecuencias de las acciones humanas, que rechaza la responsabilidad por los efectos que esas acciones puedan ejercer sobre otros. El advenimiento de la instantaneidad lleva a la cultura y a la ética humana a un territorio inexplorado, donde la mayoría de los hábitos aprendidos para enfrentar la vida ha perdido toda utilidad y sentido. Según la famosa expresión de Guy Debord, ‹los hombres se parecen más a su época que a sus padres›. ‹ [...] y los hombres y las mujeres de hoy difieren de sus padres y de sus madres porque viven en un presente que quiere olvidar el pasado y no puede creer en el futuro›» (pp. 137-8).
EDUCAR, en este medio existencial de la modernidad líquida, es uno de los desafíos más grandes que ha tenido nunca la educación.
Tendremos que hacer un esfuerzo por desenterrar, en este cataclismo, algunos cimientos que nos permitan mirar con la suficiente confianza esta difícil tarea. Uno de esos cimientos deberá ser, necesariamente, el concepto actualizado de «persona humana» y su correlato de «personalidad». Y la razón es por demás elemental: ¿Puede acaso el ser humano adaptarse a cualquier modo de existencia, o necesita tener en cuenta determinados parámetros, sin los cuales todo paradigma resulta deshumanizante?
Desde estas bases habrá que repensar la educación toda, y la institución escuela en particular. Y al decir esto estamos apuntando al corazón del sistema, que es la formación de formadores de personas humanas.
Hasta ahora estamos centrando los esfuerzos en los contenidos conceptuales y procedimentales, que en definitiva servirán al sistema, nos guste o nos disguste; y estamos descuidando la capacitación para la formación en los contenidos actitudinales, que hacen directamente a la persona como tal.
En esta dirección anuncié una intención de trabajo en el Primer Congreso Internacional de Educación que organizó Santillana, en esta misma sede, hace cuatro años. Hoy, y agradeciendo a nuestro inolvidable Jaime Barylko, que tuvo la deferencia de prologarlo, quiero sintetizar mi aporte a esta búsqueda de la educación en el ámbito de la «modernidad líquida» haciendo mención del trabajo que cumplió aquella propuesta. Me refiero a Pedagogía de la personalidad, 2 cuya edición en 2002 agradezco a Santillana. Creo haber respondido a esa dura expresión de Zigmunt Bauman, cuando sintetiza el riesgo actual con palabras que no dejan lugar a dudas: «[...] en este momento, salimos de la época de los ‹grupos de referencia› pre asignados para desplazarnos hacia una época de ‹comparación universal› en la que el destino de la labor de construcción individual está endémica e irremediablemente indefinido, no dado de antemano, y tiende a pasar por numerosos y profundos cambios antes de alcanzar su único final verdadero: el final de la vida del individuo» (p. 13).
Por Julio Cesar Labaké

1. Bauman, Zigmunt. Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1ª reimpresión, 2003.
2. Labaké, Julio César. Pedagogía de la personalidad. Ediciones Santillana, Buenos Aires, 2002.

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