Las cuestiones económicas son esencialmente sociales, por este solo hecho interesan al psicoanálisis. El fracaso de los gobiernos y los especialistas en prevenir suficientemente la crisis financiera global ha provocado que la gente entrevea, por un instante al menos, que las fortalezas de la economía capitalista podrían no ser eternas. No es necesariamente una desgracia, darse de cara contra la pared a veces lleva a replantearse seriamente hacia dónde se camina en la vida.
No parece, sin embargo, que los conductores de la política y la economía, que son los mismos, estén yendo a fondo en sus análisis. Hasta ahora están concentrados en evitar el descalabro frente el crecimiento de la producción, industrial, agraria, etc. No es el fondo de la cuestión porque, así como el crecimiento indefinido del crédito dio en la debacle financiera, también el de la producción puede acabar en una gran catástrofe. Las ciencias económicas son inmediatamente axiológicas. Desde hace poco más de tres siglos están rígidamente enlazadas al ideal de un crecimiento infinito de las ganancias, que requiere del aumento también infinito de la actividad económica, que demanda, a su vez, de recursos energéticos igualmente infinitos, etc. Es un programa imposible de cumplir. Este es el problema de fondo.
Mejor dicho: el problema de fondo es la desatención al problema de fondo, consecuencia de que las crisis económicas son consideradas como si fueran tsunamis o tornados, que suceden con independencia de las decisiones humanas. La intelligentsia que lidera el Occidente contemporáneo no lee en los hechos su propio desatino, que consiste en dirigirse hacia metas cuyo primer problema no es ser grandes ni lejanas sino inalcanzables.
La demostración es de pura lógica: no es posible llegar a la meta simplemente porque ésta queda siempre más allá, como el horizonte. La insensatez reside, precisamente, en dirigirse hacia el horizonte creyendo que se puede llegar a él. Hace falta una fe temeraria e insensata para eso. Sin embargo, el mundo está lleno de creyentes de semejante fe, que es, además, extremadamente contagiosa. Por eso una inyección de 800 mil millones de dólares en el mercado no es capaz de tirar el precio de esa moneda por el suelo, ni es fácil que alguien deje de creer en ella. El dólar bien puede ser Dios.
Herejía aparte, la craneoteca económica ha introducido la infinitud en el mundo de una manera más contundente que nunca. La distancia que separa las contabilidades financieras de las realidades humanas ha sido convertida en un abismo insuperable. Han bajado a la tierra medidas sobrenaturales, nadie puede experimentar en sí mismo 800 mil millones de nada, salvo como mero número, contándolo, que tampoco puede porque carece de vida suficiente para hacerlo.
El príncipe Al-Waleed, que sólo es el treceavo entre los ricos, no tiene la menor chance de abarcar siquiera con su mirada la lista de cosas que puede comprar con sus apenas 20 mil millones de capital. No hay que sorprenderse, el mundo viene preparándose para esto desde hace mucho tiempo. En el siglo VI, el rey Tamba de Benarés tenía un harén con 16.000 mujeres. ¿Cuántas de ellas habrá llegado a conocer? Los sultanes modernos no tienen tantas, han sustituido muchas por más palacios, automóviles, acciones de bolsa, jugadores de fútbol y otros chiches, pero tampoco llegan a disfrutar más de unas pocas docenas de lo que en cada caso se trate. No es necesario ir tan lejos, los chicos de clase media hoy tienen cinco o diez veces más juguetes que los que realmente les despiertan interés. Criamos pequeños sultanes.
Los 48 mil millones de dólares que tiene Bill Gates muestran que el intento de computarlo todo también tiene aspiraciones de infinitud, pero él, quizás aburrido de no llegar a ninguna parte, ha optado por dedicarse a la beneficencia. Como todavía no vimos los resultados, no sabemos si ésta es distinta de la que practicaban los sultanes de antes, cuyas inquietudes sociales hacían que dedicaran ingentes fortunas a llenar de lujos a las concubinas de sus harenes imaginando que las harían felices. Tal vez no hicieran algo diferente al padre rico de la nena deprimida que le da dinero para que se alegre saliendo de compras, o que nuestros economistas con sus fórmulas para solucionar la actual crisis, todas necesitadas de que la gente se empeñe en ganar y gastar más, sin fin a la vista.
Desde que el matemático Gérard Desargues, en el siglo XVII, demostró la igualdad entre la recta infinita y la circunferencia, es posible colegir que perseguir el horizonte es dar vueltas en redondo. Si el pensamiento económico no ha sido nutrido suficientemente, no se es capaz de razonar, por ejemplo, que el llamado “carácter cíclico de la economía” es solidario de la marcha pertinaz hacia un infinito inalcanzable.
Para la economía actual, de la extensa y polifacética riqueza de actividades de que es capaz el ser humano sólo cuentan aquéllas cuyos valores están atados al incremento de las ganancias. La creatividad, el genio y el talento interesan únicamente en la medida en que se muestran capaces de engrosar cuentas bancarias, sean de algunos o de todo el mundo. El tema no es ajeno a la comedia: el avaro de Molière, al esconder el cofre, mantiene su contenido separado de la vida. Cuando finalmente se logre que las finanzas rebosen de liquidez, se seguirá acopiando mucho más pero con menos estrés. Nada de vida: con lo que se guarda en el cofre no es posible hacer otra cosa que llevar la cuenta, para vivir habría que llegar primero al horizonte.
No parece, sin embargo, que los conductores de la política y la economía, que son los mismos, estén yendo a fondo en sus análisis. Hasta ahora están concentrados en evitar el descalabro frente el crecimiento de la producción, industrial, agraria, etc. No es el fondo de la cuestión porque, así como el crecimiento indefinido del crédito dio en la debacle financiera, también el de la producción puede acabar en una gran catástrofe. Las ciencias económicas son inmediatamente axiológicas. Desde hace poco más de tres siglos están rígidamente enlazadas al ideal de un crecimiento infinito de las ganancias, que requiere del aumento también infinito de la actividad económica, que demanda, a su vez, de recursos energéticos igualmente infinitos, etc. Es un programa imposible de cumplir. Este es el problema de fondo.
Mejor dicho: el problema de fondo es la desatención al problema de fondo, consecuencia de que las crisis económicas son consideradas como si fueran tsunamis o tornados, que suceden con independencia de las decisiones humanas. La intelligentsia que lidera el Occidente contemporáneo no lee en los hechos su propio desatino, que consiste en dirigirse hacia metas cuyo primer problema no es ser grandes ni lejanas sino inalcanzables.
La demostración es de pura lógica: no es posible llegar a la meta simplemente porque ésta queda siempre más allá, como el horizonte. La insensatez reside, precisamente, en dirigirse hacia el horizonte creyendo que se puede llegar a él. Hace falta una fe temeraria e insensata para eso. Sin embargo, el mundo está lleno de creyentes de semejante fe, que es, además, extremadamente contagiosa. Por eso una inyección de 800 mil millones de dólares en el mercado no es capaz de tirar el precio de esa moneda por el suelo, ni es fácil que alguien deje de creer en ella. El dólar bien puede ser Dios.
Herejía aparte, la craneoteca económica ha introducido la infinitud en el mundo de una manera más contundente que nunca. La distancia que separa las contabilidades financieras de las realidades humanas ha sido convertida en un abismo insuperable. Han bajado a la tierra medidas sobrenaturales, nadie puede experimentar en sí mismo 800 mil millones de nada, salvo como mero número, contándolo, que tampoco puede porque carece de vida suficiente para hacerlo.
El príncipe Al-Waleed, que sólo es el treceavo entre los ricos, no tiene la menor chance de abarcar siquiera con su mirada la lista de cosas que puede comprar con sus apenas 20 mil millones de capital. No hay que sorprenderse, el mundo viene preparándose para esto desde hace mucho tiempo. En el siglo VI, el rey Tamba de Benarés tenía un harén con 16.000 mujeres. ¿Cuántas de ellas habrá llegado a conocer? Los sultanes modernos no tienen tantas, han sustituido muchas por más palacios, automóviles, acciones de bolsa, jugadores de fútbol y otros chiches, pero tampoco llegan a disfrutar más de unas pocas docenas de lo que en cada caso se trate. No es necesario ir tan lejos, los chicos de clase media hoy tienen cinco o diez veces más juguetes que los que realmente les despiertan interés. Criamos pequeños sultanes.
Los 48 mil millones de dólares que tiene Bill Gates muestran que el intento de computarlo todo también tiene aspiraciones de infinitud, pero él, quizás aburrido de no llegar a ninguna parte, ha optado por dedicarse a la beneficencia. Como todavía no vimos los resultados, no sabemos si ésta es distinta de la que practicaban los sultanes de antes, cuyas inquietudes sociales hacían que dedicaran ingentes fortunas a llenar de lujos a las concubinas de sus harenes imaginando que las harían felices. Tal vez no hicieran algo diferente al padre rico de la nena deprimida que le da dinero para que se alegre saliendo de compras, o que nuestros economistas con sus fórmulas para solucionar la actual crisis, todas necesitadas de que la gente se empeñe en ganar y gastar más, sin fin a la vista.
Desde que el matemático Gérard Desargues, en el siglo XVII, demostró la igualdad entre la recta infinita y la circunferencia, es posible colegir que perseguir el horizonte es dar vueltas en redondo. Si el pensamiento económico no ha sido nutrido suficientemente, no se es capaz de razonar, por ejemplo, que el llamado “carácter cíclico de la economía” es solidario de la marcha pertinaz hacia un infinito inalcanzable.
Para la economía actual, de la extensa y polifacética riqueza de actividades de que es capaz el ser humano sólo cuentan aquéllas cuyos valores están atados al incremento de las ganancias. La creatividad, el genio y el talento interesan únicamente en la medida en que se muestran capaces de engrosar cuentas bancarias, sean de algunos o de todo el mundo. El tema no es ajeno a la comedia: el avaro de Molière, al esconder el cofre, mantiene su contenido separado de la vida. Cuando finalmente se logre que las finanzas rebosen de liquidez, se seguirá acopiando mucho más pero con menos estrés. Nada de vida: con lo que se guarda en el cofre no es posible hacer otra cosa que llevar la cuenta, para vivir habría que llegar primero al horizonte.
Por Raúl Courel
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* El autor es psicoanalista; fue decano de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, donde dirige una investigación sobre psicoanálisis y psicosis social.
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