miércoles, 27 de mayo de 2009

En diferido

Harto ya de estar harto un día se fue al Tigre, al fondo, bien al fondo, por el Carapachay, y se instaló cómodo, solo y entre sus cosas. Podía laburar en lo suyo desde allí, con el contacto de la lancha diaria y proveedora, con teléfono eventual. Lo que hacía, lo que producía, iba y venía por esa vía: entregaba y cobraba sus manufacturas, contacto mínimo por elección. No quiso tele y apagó la radio, pero tenía su música, sus libros, numerosas asignaturas pendientes esperándolo en la biblioteca. Eso sí: recibía, cada día y con la lancha, el diario. Un anclaje, una manera de no cortar con todo, se dijo.

Sin embargo, el primer día que le llegó el matutino de mayor circulación junto con la leche y el pan cotidiano, lo dejó a un costado, no lo miró, no tuvo ganas. Al otro día igual, pero lo puso encima del anterior, los dejó para después. Así pasó con los siguientes, y a la semana tenía una pilita. Varias veces estuvo a punto de usarlos para alentar las primeras llamas del asado habitual pero se contuvo. Tampoco suspendió la entrega. Intuyó que acaso ese almacenamiento de información cotidiana en suspenso tendría algún sentido, y una noche –al mes de estar en la isla–, relajado y escuchando las Variaciones Goldberg en la segunda versión de Glenn Gould, al observar la prolija pila de papel ordenadamente dispuesta, entendió lo que estaba haciendo sin saberlo: suspender la información cotidiana, no enterarse –digamos– para poder leerla acaso alguna vez toda junta, con una distancia que le diera otra perspectiva. La actualidad en diferido, digamos, si cabe expresarlo así sin escandalizar a la lógica.

A partir de ese momento prácticamente no pensó más en el asunto, siguió en lo suyo y disfrutó del lugar, el laburo, la música y los libros. Estuvo mal o bien consigo mismo y como nunca percibió, fue consciente de los cambios del día y las estaciones, las plantas, el agua y los bichos. Y sobre todo fue consciente de la dificultad de parar su propia máquina mental. Sin embargo, de a poco logró cierta armonía y se entregó con una concentración que no conocía a la lectura y a la música, con la que se desesperó y encontró la paz alternativamente. Lo pasó –en fin– como supo y pudo, pero a solas, sin ruidos de actualidad. Mientras, la pila de los diarios crecía, prolija y a la espera. Cada tanto lo asaltaba la angustia por saber qué pasaba fuera de su circunstancia cotidiana, pero siempre se contuvo en los contactos cotidianos, neutralizó la ansiedad por preguntar, por querer saber. Finalmente decidió que volvería a leer los diarios al cumplirse un año –no antes ni después–, y esa decisión lo relajó aún más.

Entre Gardel, el Antiguo Testamento, Dickens, Faulkner, Tristano, Parker, Onetti, Garcilaso, Schoppenhauer, Borges, la colección de Patoruzito y Misterix, Shakespeare, Pugliese instrumental, Chesterton, Conrad, Arlt, Monk, Bach, Kafka, tres décadas de El Gráfico encuadernadas y un largo etcétera que incluía la mera contemplación, el saludable silencio, el mate siempre y el whisky al atardecer, pasó el tiempo. No sabía si era feliz porque estaba solo, pero sí sabía que antes no lo era acaso por estar demasiado (mal) acompañado.

Finalmente, cuando se cumplió el año, fue hacia la pila y no agarró el último diario, el de ese día, sino el primero, el del día en que había llegado: lo leyó de cabo a rabo y cuando lo terminó tuvo una sensación no por obvia menos extraña. Leer en diferido le cambiaba el sentido a la lectura. No sabía si los políticos que aparecían en primera plana seguían vigentes, si el equipo que había ganado ese domingo y encabezaba la tabla había sido finalmente campeón, si la inflación había trepado tal como se pronosticaba, si el crimen de primera plana seguiría ahí mucho tiempo, si encontrarían al asesino, o si no; si la película anunciada había sido tan buena como se suponía. La respuesta estaba o no en algún lugar de la pila, en algún punto de la serie. Podía espiar, si quería.

Ahí fue cuando tomó su segunda decisión: no espiaría ese futuro ya pasado, no se adelantaría en la lectura, leería uno por día, encararía la lectura como si recién tuviera el diario de ese día en sus manos, experimentaría en sí mismo las reacciones ante la incertidumbre de lo porvenir con la evidencia de que lo que esperaba ya había pasado...

Y así entendió de pronto, en toda su ambigua significación, el doble sentido de diferir: en diferir estaba la idea de postergar pero también de la de diferenciar(se). El que difiere asume la tácita, necesaria diferencia. Al diferir la lectura, el texto y él mismo diferían (no eran los mismos) respecto de su situación original. Y eso –lo supo, lo quiso– estaba bueno. Estaba muy bien esa distancia.

Porque leído así, en cuentagotas, en capítulos diarios, el año cerrado no difería demasiado –otra vez la idea...– de los otros relatos con los que había llenado de lectura (historias reales, ficciones) todo ese tiempo de apartamiento de la actualidad. El diario de un año era un texto narrativo más, complejo y diverso pero que, en el fondo, compartía sus atributos formales con los otros textos. Y en la comparación, y en todos los órdenes, el diario perdía. Si ante una novela se requería, para participar y disfrutarla plenamente, una programática suspensión momentánea de la incredulidad (hacer como que lo que pasaba era “cierto” era el pacto de lectura: creer en (la existencia de) Joseph K y Madame Bovary, no tardó en experimentar la desagradable sensación de que –sin querer– el diario requería una suspensión inversa: para poder aceptarlo (digerirlo) había que suponer que lo que se leía no era cierto ni pretendía serlo... Que sólo suspendiendo momentáneamente la credulidad se podía soportar tanta incoherencia, tanta falsa expectativa creada para nada, tantos caracteres falsamente pintados, tanta historia abierta que cerraba mal, sin desarrollo; tantos temas supuestamente clave que apenas insinuados desaparecían; tantos personajes incoherentes y contradictorios, tanta incongruencia entre la acción descripta y los comentarios del narrador; tanta falsa expectativa defraudada sin aviso ni vergüenza; tanta contradicción no resuelta... Tanto interés requerido al pedo, tantos trucos de cuarta para lograr la atención folletinesca de un lector supuestamente imbécil.

Mirados con la distancia de un año apenas; diferidos los sucesos y personajes de la novela del diario, tuvo finalmente la sensación de una infinita cantidad de energía narrativa desperdiciada para contar tendenciosamente lo innecesario.

Tal vez por eso, tras completar la lectura puntual durante un año de los diarios del año anterior, se detuvo otra vez. Estaba amargado, ansioso, enojado consigo y el mundo, otra vez enfermo. Por eso decidió parar. Se había acumulado una pila equivalente de los diarios de los últimos doce meses pero decidió que la historia que le contaban lo asqueaba. No es que no le interesara cómo seguía; el problema no era la historia –que en el fondo era siempre la misma y la suya también–, sino el cómo del relato. Y ahí se dio cuenta de que, secretamente, la idea de diferir la información, de convertirla en algo equivalente a la historia o a la mera ficción para verla con mayor distancia tenía que ver con su fantasía de salud personal, una coartada, un ensayo, una pelotudez como cualquier otra en la busca de cómo zafar. Es decir: verificó que estaba enfermo, bah, que seguía enfermo. Al parecer, irremediablemente.

Entonces miró la pila nueva que se había formado y calculó a cuánto llegaría en cinco años. Probaría otra vez, pero con un diferido mayor. Acaso así alcanzase alguna vez la serenidad buscada. Lo dudaba. No era un avestruz pero se consideraba con derecho a elegir su enfermedad. Suspiró, agarró La Divina Comedia y al acercarse a la estufa dudó un momento. No, no usaría ningún diario para encenderla. No era hombre de quemar las naves. De quemar nada, en realidad.

Por Juan Sasturain para Pagina 12

http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-125116-2009-05-18.html

sábado, 9 de mayo de 2009

Disculpen la molestia

Quiero compartir algunas preguntas, moscas que me zumban en la cabeza.

¿Es justa la justicia? ¿Está parada sobre sus pies la justicia del mundo al revés?

El zapatista de Irak, el que arrojó los zapatazos contra Bush, fue condenado a tres años de cárcel. ¿No merecía, más bien, una condecoración?

¿Quién es el terrorista? ¿El zapatista o el zapateado? ¿No es culpable de terrorismo el serial killer que mintiendo inventó la guerra de Irak, asesinó a un gentío y legalizó la tortura y mandó aplicarla?

¿Son culpables los pobladores de Atenco, en México, o los indígenas mapuches de Chile, o los kekchíes de Guatemala, o los campesinos sin tierra de Brasil, acusados todos de terrorismo por defender su derecho a la tierra? Si sagrada es la tierra, aunque la ley no lo diga, ¿no son sagrados, también, quienes la defienden?

Según la revista Foreign Policy, Somalia es el lugar más peligroso de todos. Pero, ¿quiénes son los piratas? ¿Los muertos de hambre que asaltan barcos o los especuladores de Wall Street, que llevan años asaltando el mundo y ahora reciben multimillonarias recompensas por sus afanes?

¿Por qué el mundo premia a quienes lo desvalijan?

¿Por qué la justicia es ciega de un solo ojo? Wal Mart, la empresa más poderosa de todas, prohíbe los sindicatos. McDonald’s, también. ¿Por qué estas empresas violan, con delincuente impunidad, la ley internacional? ¿Será porque en el mundo de nuestro tiempo el trabajo vale menos que la basura y menos todavía valen los derechos de los trabajadores?

¿Quiénes son los justos y quiénes los injustos? Si la justicia internacional de veras existe, ¿por qué nunca juzga a los poderosos? No van presos los autores de las más feroces carnicerías. ¿Será porque son ellos quienes tienen las llaves de las cárceles?

¿Por qué son intocables las cinco potencias que tienen derecho de veto en las Naciones Unidas? ¿Ese derecho tiene origen divino? ¿Velan por la paz los que hacen el negocio de la guerra? ¿Es justo que la paz mundial esté a cargo de las cinco potencias que son las principales productoras de armas? Sin despreciar a los narcotraficantes, ¿no es éste también un caso de “crimen organizado”?

Pero no demandan castigo contra los amos del mundo los clamores de quienes exigen, en todas partes, la pena de muerte. Faltaba más. Los clamores claman contra los asesinos que usan navajas, no contra los que usan misiles.

Y uno se pregunta: ya que esos justicieros están tan locos de ganas de matar, ¿por qué no exigen la pena de muerte contra la injusticia social? ¿Es justo un mundo que cada minuto destina tres millones de dólares a los gastos militares, mientras cada minuto mueren quince niños por hambre o enfermedad curable? ¿Contra quién se arma, hasta los dientes, la llamada comunidad internacional? ¿Contra la pobreza o contra los pobres?

¿Por qué los fervorosos de la pena capital no exigen la pena de muerte contra los valores de la sociedad de consumo, que cotidianamente atentan contra la seguridad pública? ¿O acaso no invita al crimen el bombardeo de la publicidad que aturde a millones y millones de jóvenes desempleados, o mal pagados, repitiéndoles noche y día que ser es tener, tener un automóvil, tener zapatos de marca, tener, tener, y quien no tiene, no es?

¿Y por qué no se implanta la pena de muerte contra la muerte? El mundo está organizado al servicio de la muerte. ¿O no fabrica muerte la industria militar, que devora la mayor parte de nuestros recursos y buena parte de nuestras energías? Los amos del mundo sólo condenan la violencia cuando la ejercen otros. Y este monopolio de la violencia se traduce en un hecho inexplicable para los extraterrestres, y también insoportable para los terrestres que todavía queremos, contra toda evidencia, sobrevivir: los humanos somos los únicos animales especializados en el exterminio mutuo, y hemos desarrollado una tecnología de la destrucción que está aniquilando, de paso, al planeta y a todos sus habitantes.

Esa tecnología se alimenta del miedo. Es el miedo quien fabrica los enemigos que justifican el derroche militar y policial. Y en tren de implantar la pena de muerte, ¿qué tal si condenamos a muerte al miedo? ¿No sería sano acabar con esta dictadura universal de los asustadores profesionales? Los sembradores de pánicos nos condenan a la soledad, nos prohíben la solidaridad: sálvese quien pueda, aplastaos los unos a los otros, el prójimo es siempre un peligro que acecha, ojo, mucho cuidado, éste te robará, aquél te violará, ese cochecito de bebé esconde una bomba musulmana y si esa mujer te mira, esa vecina de aspecto inocente, es seguro que te contagia la peste porcina.

En el mundo al revés, dan miedo hasta los más elementales actos de justicia y sentido común. Cuando el presidente Evo Morales inició la refundación de Bolivia, para que este país de mayoría indígena dejara de tener vergüenza de mirarse al espejo, provocó pánico. Este desafío era catastrófico desde el punto de vista del orden racista tradicional, que decía ser el único orden posible: Evo era, traía el caos y la violencia, y por su culpa la unidad nacional iba a estallar, rota en pedazos. Y cuando el presidente ecuatoriano Correa anunció que se negaba a pagar las deudas no legítimas, la noticia produjo terror en el mundo financiero y el Ecuador fue amenazado con terribles castigos, por estar dando tan mal ejemplo. Si las dictaduras militares y los políticos ladrones han sido siempre mimados por la banca internacional, ¿no nos hemos acostumbrado ya a aceptar como fatalidad del destino que el pueblo pague el garrote que lo golpea y la codicia que lo saquea?

Pero, ¿será que han sido divorciados para siempre jamás el sentido común y la justicia?

¿No nacieron para caminar juntos, bien pegaditos, el sentido común y la justicia?

¿No es de sentido común, y también de justicia, ese lema de las feministas que dicen que si nosotros, los machos, quedáramos embarazados, el aborto sería libre? ¿Por qué no se legaliza el derecho al aborto? ¿Será porque entonces dejaría de ser el privilegio de las mujeres que pueden pagarlo y de los médicos que pueden cobrarlo?

Lo mismo ocurre con otro escandaloso caso de negación de la justicia y el sentido común: ¿por qué no se legaliza la droga? ¿Acaso no es, como el aborto, un tema de salud pública? Y el país que más drogadictos contiene, ¿qué autoridad moral tiene para condenar a quienes abastecen su demanda? ¿Y por qué los grandes medios de comunicación, tan consagrados a la guerra contra el flagelo de la droga, jamás dicen que proviene de Afganistán casi toda la heroína que se consume en el mundo? ¿Quién manda en Afganistán? ¿No es ese un país militarmente ocupado por el mesiánico país que se atribuye la misión de salvarnos a todos?

¿Por qué no se legalizan las drogas de una buena vez? ¿No será porque brindan el mejor pretexto para las invasiones militares, además de brindar las más jugosas ganancias a los grandes bancos que en las noches trabajan como lavanderías?

Ahora el mundo está triste porque se venden menos autos. Una de las consecuencias de la crisis mundial es la caída de la próspera industria del automóvil. Si tuviéramos algún resto de sentido común, y alguito de sentido de la justicia ¿no tendríamos que celebrar esa buena noticia? ¿O acaso la disminución de los automóviles no es una buena noticia, desde el punto de vista de la naturaleza, que estará un poquito menos envenenada, y de los peatones, que morirán un poquito menos?

Según Lewis Carroll, la Reina explicó a Alicia cómo funciona la justicia en el país de las maravillas:

–Ahí lo tienes –dijo la Reina–. Está encerrado en la cárcel, cumpliendo su condena; pero el juicio no empezará hasta el próximo miércoles. Y por supuesto, el crimen será cometido al final.

En El Salvador, el arzobispo Oscar Arnulfo Romero comprobó que la justicia, como la serpiente, sólo muerde a los descalzos. El murió a balazos, por denunciar que en su país los descalzos nacían de antemano condenados, por delito de nacimiento.

El resultado de las recientes elecciones en El Salvador, ¿no es de alguna manera un homenaje? ¿Un homenaje al arzobispo Romero y a los miles que como él murieron luchando por una justicia justa en el reino de la injusticia?

A veces terminan mal las historias de la Historia; pero ella, la Historia, no termina. Cuando dice adiós, dice hasta luego.

Por Eduardo Galeano, para Pagina 12

http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-124547-2009-05-08.html#arriba

sábado, 25 de abril de 2009

La noble igualdad

En la Argentina, en las últimas semanas, estamos cayendo en la tilinguería. Se trata de lo siguiente: el único tema de la actualidad es hoy quién será el candidato para los próximos comicios y si Fulano o Fulana va primero en la lista, segundo o tercero. Basta, señores. Lo que tiene que interesar es cómo se van a resolver los problemas argentinos. A los señores candidatos los desafiamos a que nos contesten cómo van a resolver en el futuro y en el tiempo menor posible estos tres dramáticos problemas argentinos.

Cómo se va a terminar el hambre de nuestros niños. Lo dicen los números de la Unesco. No interesa ya si el porcentaje de niños muertos por hambre aumentó o disminuyó. Lo único que interesa es cómo y cuándo la Argentina va a poner definitivamente cero a la desnutrición infantil. La segunda pregunta que deben responder los señores candidatos es cuándo se va a comenzar a erradicar las villas miseria. Pero no con desalojos ni palos sino con la construcción de viviendas dignas para todos, empezando con las familias numerosas. Y la tercera respuesta que tienen que dar los candidatos es cuándo la Argentina va a tener ocupación completa, con planes de trabajo serios y constructivos. Tenemos fuerza de trabajo desocupada que podría convertir a estas pampas en un verdadero jardín.

Ha llegado el momento de intentar algo nuevo. Se acerca el Bicentenario y se nos van a aparecer los héroes de Mayo y nos van a preguntar: ¿Y ustedes qué hicieron en doscientos años? ¿Esto? Y nos van a mostrar las calles de Buenos Aires a las siete de la tarde abarrotadas de automóviles en un ambiente enrarecido de gases y nerviosismos histéricos, hora en que empiezan a aparecer esos niños de ojos grandes a revolver la basura de todas las noches.

Y antes de seguir con nuestros lujos y miserias proponemos que en las próximas elecciones se voten programas, y no nombres, para resolver los tres puntos mencionados: cómo eliminar el hambre de nuestros niños, cómo erradicar nuestras argentinas villas miseria, cómo dar ocupación a todos los desocupados. Y después, en las boletas con los distintos programas, poner en letra pequeña no los nombres de los candidatos sino el número de su DNI. Y basta. Y se vota no el mejor candidato sino al más honesto programa.

Y al mismo tiempo promulgar la ley de la creación del Tribunal del Pueblo, ante el cual, al finalizar el mandato del elegido éste tendrá que demostrar o no que ha cumplido con su proyecto prometido. Un tribunal formado por representantes de organizaciones de base.

No votemos a los Maradona de la política sino a programas surgidos de la búsqueda del bien común y de la paz en nuestra sociedad. Y exigir a los medios la publicación, día por día, de investigaciones sobre esos tres problemas fundamentales de nuestra sociedad. Y no darles cinco páginas a la Susana Giménez y a sus pedidos de bala y sangre para disciplinar porque a ese ritmo vamos a terminar exigiendo el degüello de los “malos de la sociedad”, como en los tiempos de federales y unitarios, que ensuciaron de barro y sangre los pensamientos liberadores de Mayo.

Pero a pesar de la farandulandia de nuestras superficialidades argentinas hay fuerzas de la Etica que no se rinden, como si vieran siempre, a pesar de un cielo encapotado y truenos amenazantes, la posibilidad de amaneceres con sol y cielo abierto. Para eso hay que recorrer lugares de nuestros barrios y rincones provincianos donde hay seres humanos que no se rinden y siguen poniendo ladrillos para lograr alguna vez una sociedad feliz y justa. Por ejemplo, me tocó ir esta semana a una fiesta escolar en la escuela 25 de la calle San Pedrito, del barrio de Flores Sur. Los pibes, con el delantal blanco de la igualdad, sentados en el suelo del ancho patio, expectantes. Se les va a dar un espectáculo vivo de historia y realidad. El Día de la Diversidad. Contra toda huella de racismo e intolerancia entre los pueblos. El director de la escuela, Enrique Samar, les dice a los niños que nadie es superior a nadie y que los fuertes tienen que ayudar a los débiles y nunca sentirse superiores. Pronunció las dos bellas y profundas palabras de paz y solidaridad. Luego entraron los actores. Se representa a Roca, todo blanco. Habla sobre civilización y progreso y de que hay que terminar con los “salvajes, los bárbaros, con el rémington”. Todo termina cuando una mujer aborigen voltea con un lazo de su monumento al orgulloso militar. Los chicos ríen y aplauden. Y le hacen pito catalán al caído prócer de bronce. Luego hablará el escultor Andrés Zerneri que explica nuestro proyecto de reemplazar el monumento al “conquistador del desierto” en el centro de Buenos Aires por la figura de la madre indígena que en su vientre dio vida al criollo, la estirpe que pobló nuestras pampas y logró su libertad de los conquistadores. Para lo cual pide que cada uno done las llaves que no usa más, para el metal que construirá esa figura del arte. Loa maestros demuestran que ya han seguido ese pedido y traen cajas con centenares de llaves que ellos y los niños han juntado, y también de otras escuelas. Hay emoción, los aplausos de las manos infantiles no cesan. Luego me toca a mí. Hablo del espíritu de los hombres de Mayo, del cual muy pronto se cumplirán los doscientos años. Leo ese generoso escrito de Manuel Belgrano –ese increíble hombre de mano abierta– quien al llegar al territorio de las Misiones, en 1810, declarará “que todos los naturales de Misiones serán libres, gozarán de sus propiedades y podrán disponer de ellas como mejor les acomode. Desde hoy les liberto del tributo. Les concedo un comercio franco y libre de todas sus producciones, incluso la del tabaco. Respecto a haberse declarado en todo iguales a los que hemos tenido la gloria de nacer en el suelo de América les habilito para todos los empleos civiles, políticos, militares y eclesiásticos. En atención a que nada se haría con repartir tierras a los naturales si no se les hacen anticipaciones, así de instrumentos para la agricultura como de ganados para el fomento de las crías, ocurriré a la Excelentísima Junta para que abra una suscripción para el primer objeto”.

Todos los derechos, la tierra y los instrumentos de trabajo. 1810. Y menciono a Juan José Castelli, que en el Alto Perú otorgó a los “indios”, en bando del 13 de febrero de 1811, el derecho a voto. Esto lo comparo con lo que ocurrió setenta años después con Roca. Quien dirá después de su Campaña del Desierto ante el Congreso de la Nación: “La ola de bárbaros que ha inundado por espacio de siglos las fértiles llanuras ha sido por fin destruida. El éxito más brillante acaba de coronar esta expedición dejando así libres para siempre del dominio del indio estos vastísimos territorios que se presentan ahora llenos de deslumbradoras promesas al inmigrante y al capital extranjero”. Al habitante originario y al criollo, nada. Estas palabras lo dicen todo, el espíritu de Mayo había sido traicionado por completo. Roca va a reestablecer la esclavitud. Porque vendrá luego el “reparto de indios”. Leo esta crónica del diario El Nacional del Buenos Aires de 1879: “Llegan a Buenos Aires los indios prisioneros con sus familias. La desesperación, el llanto no cesa. Se les quita a las madres indias sus hijos para en su presencia regalarlos a pesar de los gritos, los alaridos y las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirigen las mujeres indias. En aquel marco humano, unos hombres indios se tapan la cara, otros miran resignadamente al suelo, las madres indias aprietan contra el seno al hijo de sus entrañas, el padre indio se cruza para defender a su familia de los avances de la civilización”.

Además, por la concesión Grünbein, Roca entregará 2.500.000 hectáreas de la Patagonia a 137 estancieros ingleses. Invitado a Londres, Roca dirá en un banquete que le ofreció la empresa Baring Brothers: “He abrigado siempre una gran simpatía por Inglaterra. La República Argentina, que será algún día una gran nación, no olvidará jamás que el estado de progreso y prosperidad en que se encuentra en estos momentos se debe en gran parte al capital inglés...”

Sí, al capital inglés todas las libertades, pero el inmigrante europeo venido a estas pampas y que iniciaba la lucha por los derechos obreros corría el peligro de ser expulsado del país por la ley 4144, la Ley de Residencia, aprobada por Roca. Una ley cruel y discriminatoria que traicionaba de raíz todo el pensamiento libertario de nuestros héroes de Mayo.

Luego de esta lectura de documentos históricos, un grupo del Altiplano habló a los niños de que el mal llamado “progreso” estaba destruyendo la naturaleza y que ellos, como seres de la tierra, pedían ayuda para cuidarla para las próximas generaciones. Todo se estropea con el afán de ganar dinero. Las empresas que buscan el oro y la plata y envenenan las aguas que todo lo dan.

Las palabras sencillas llegaron hondo. Primero quitaron las tierras, ahora quitaban el entorno sabio de la naturaleza. Debemos defenderla. Por último, ese patio de recreo de la escuela de Flores Sur tembló de pura alegría y ganas de vivir: un conjunto también del Altiplano entró con sus instrumentos originales y su música plena de ecos. Los niños se pusieron de pie espontáneamente y comenzaron a bailar, con ese andar suave y continuo del compás de la música. Fue la alegría plena. Para aprender de ella. Sólo nos quedaba, para hacer la fiesta completa, entonar fuertemente esas estrofas del Himno Nacional de 1813, tantas veces traicionado:

Ved en trono a la noble igualdad,
Libertad, Libertad, Libertad

Esos dos versos podrían ser el programa para las próximas elecciones. Lo votaríamos.

jueves, 2 de abril de 2009

Admisiones impensadas (o de como Obama muestra la hilacha busheana)


Barack Obama anunció oficialmente su plan de guerra para los próximos años. No dijo cuántos. “La capacidad de los extremistas en Pakistán de desestabilizar a Afganistán es cosa probada –dijo– y, a la vez, la insurgencia en Afganistán alimenta la inestabilidad en Pakistán. La amenaza que Al Qaida constituye para EE.UU. y nuestros aliados en Pakistán –incluida la posibilidad de que los extremistas obtengan material fisible– es absolutamente real. Sin una acción más eficaz contra esos grupos en Pakistán, Afganistán padecerá una inestabilidad continua” (www.whitehouse.gov, 27/3/09). Este argumento nuclear suena a ritornello busheano.

El gobierno W. B. repitió incansablemente que Saddam podía tener armas nucleares y no se cansó de subrayar el peligro que esto entrañaría si cayeran en manos de terroristas ansiosos de bombardear con ellas Nueva York. Hace un año, el almirante Mike Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto estadounidense, señaló que las casi 40 bombas nucleares de Pakistán estaban bien guardadas y que la posibilidad de que pasaran a manos de Al Qaida era más bien escasa (Reuters, 8/4/08). Por otra parte, las bombas nucleares están dotadas de tales mecanismos de precisión que el menor error en su manejo las anula. Hay que tener un entrenamiento especial para evitarlo y no parece que los al qaidanos lo posean.

Obama precisó los fundamentos de su empeño: “... Al Qaida y sus aliados –los terroristas que planearon y sustentaron los ataques del 11/9– están en Afganistán y Pakistán. Múltiples estimaciones de inteligencia han advertido que Al Qaida se prepara activamente para atacar territorio de EE.UU. desde sus santuarios en Pakistán. Y si los talibán derriban al gobierno afgano, ese país volverá a ser una base de los terroristas que quieren matar a tantos conciudadanos nuestros como puedan”. Cabe recordar que la planificación del atentado contra las Torres Gemelas se llevó a cabo en Hamburgo y en reuniones realizadas en Malasia, Florida y Maryland. Insuflar el miedo para justificar una guerra necesita de estos y otros artificios que W. Bush y sus adláteres propinaron a la opinión pública de EE.UU. y del mundo para invadir a Irak.

Casi 30 mil efectivos norteamericanos se sumarán a los que ya combaten en Afganistán y unos 50 mil permanecerán en Irak cuando finalice “la retirada” prometida por Obama en su campaña electoral. EE.UU. no va a disminuir su inversión guerrera, que ha batido ya todos los records desde la Guerra Mundial II. Datos de la Government Accountability Office (GAO, por sus siglas en inglés), encargada de supervisar los gastos del Ejecutivo, indican que el Pentágono ha desembolsado 685.000 millones de dólares desde el 2001 para las guerras en curso y operaciones “antiterroristas” en el Cuerno de Africa y las Filipinas (Reuters, 30/3/09). También para el logro de armas nuevas como el caza F-22, que no cuesta demasiado: apenas 400 millones cada aparato (The New York Times, 31/3/09). La crisis económica no castiga al complejo militar-industrial, como lo bautizara el general Eisenhower.

El belicismo es la ideología dominante de la Casa Blanca, como es notorio: ocupa el 48 por ciento de los gastos militares del planeta. Le siguen Europa con el 20 por ciento, China con el 8, Rusia con el 5 (por ahora) y América latina con el 3 por ciento (www.gao.gov). Esos gastos constituyen el 54 por ciento del presupuesto nacional estadounidense del 2009, contra 6,2 para educación y 5,3 para salud pública, proporciones que no se observan en ningún otro país de la Tierra. El viejo dicho dice que quien quiera la paz debe prepararse para la guerra. EE.UU. prepara guerras, no más.

Inmediatamente después de asumir la presidencia, B. O. fue más lejos que W. y aumentó el número y la intensidad de los ataques de aviones no tripulados contra las áreas tribales paquistaníes que limitan con Afganistán (The New York Times, 20/2/09). Los mandos militares se proponen ahora bombardear otras zonas, por ejemplo Quetta, capital de la provincia de Beluchistán, y sus alrededores (The New York Times, 17/3/09). Esto provocaría ásperas reacciones de los paquistaníes: Quetta es una ciudad y no el territorio de pashtunes alejado del centro del país.

Obama habló con cierto descuido en el programa Face the Nation del lunes pasado: prometió que continuaría lanzando ataques en Pakistán, pero sólo después de consultar con el gobierno de Islamabad, y declaró que la nueva estrategia que los incluye “no modifica el reconocimiento de Pakistán como un Estado soberano” (www.cbsnews.com, 30/3/0). Pareciera que la cuestión de la soberanía se entiende de diferentes maneras. O está definitivamente herrumbrada.

jueves, 26 de marzo de 2009

lunes, 23 de marzo de 2009

Ahora o tal vez nunca

Las siguientes líneas versan sobre un tema que a la mayoría de esta sociedad le importa un pito. Aclarémoslo de entrada, porque de lo contrario habría quienes puedan pensar, con todo derecho, que el periodista perdió relación con la realidad. O por lo menos, con la realidad que le interesa a esa mayoría.

Los factores de ese desinterés son diferentes pero concurrentes. Más a muy pocos que a muchos puede ocurrírseles ubicar en un lugar privilegiado de sus inquietudes cotidianas el punto de quiénes manejan la radio y la televisión. Y si acaso es modificable. Es un tema al que pueden dedicarse quienes tienen resuelto con alguna comodidad las urgencias coyunturales. También es cierto que, para que la cuestión pudiese alcanzar algún nivel de atracción popular o clasemediera (sobre todo esto último), se necesitaría que los medios habilitasen su difusión y debate con el mismo encomio que le dedican a los profundos pensamientos de Susana Giménez, a la batalla de egos entre Riquelme y Maradona o a que sus periodistas circunspectos pongan cara de “qué nos pasa a los argentinos”, sólo por ejemplo. Y, sobre llovido mojado, hay una crisis internacional de la hostia, elecciones adelantadas, ruralistas otra vez de paro y en las rutas, rabinos que comparan a Kirchner con Nerón, curas que convocan a la pena de muerte y, en fin, un clima generalizado de expectativas desfavorables. Por tanto, el intento de someter a discusión pública el proyecto de nueva ley de comunicación audiovisual tiene tanto de loable como de destino dudoso, por fuera de algunos ámbitos muy específicos. Los multimedios, y alguno muy en particular, no quieren saber absolutamente nada de debate alguno porque, aun cuando saliesen airosos en los números parlamentarios, el sólo hecho de abrir un cotejo de ideas dejaría desnudos sus intereses corporativos. Algunos obrarán ninguneando y otros, como ya ocurrió esta semana, saldrán con los tapones de punta a decir que se trata de amordazar a la prensa y/o que, en todo caso, el momento de crispación que se vive no es lo más adecuado para discutir qué se hace con la radio y la televisión. Nadie saldrá a decirles que hace 25 años que “no es el momento”, y si sale lo ignorarán. La batalla, entonces, se dirimirá en el Congreso si es que la propuesta aterriza allí, con el enorme riesgo de que tanto legislador sensible a los generosos aportes críticos de los medios independientes termine tumbando la ley. Si en la reyerta por la 125 jugó la especulación de con qué cara volverían a sus ciudades y pueblos en caso de no acompañar al “campo”, imaginemos el frío que les correrá por la espalda de sólo pensar lo que les espera si votan en contra del interés de los emporios mediáticos. En síntesis, se sale con dos o tres goles abajo, desde el vestuario, por la enormidad de una correlación de fuerzas desfavorable, en la que se conjugan el poder de una prensa virtualmente monopólica con la flaquísima percepción social acerca de que los medios de masas son decisivos en la determinación de cómo se vive, de qué se consume, de cómo se piensa, de qué se actúa. Y todo esto, sin contar siquiera como hipotético que el oficialismo, más allá de que la propuesta está muy bien elaborada, no esté dispuesto a que la ley pueda ser usada como prenda de cambio para favores electorales.

Bajo semejante panorama hay dos probabilidades: taparse con la frazada de la cabeza a los pies porque no se advierten chances objetivas de continuar avanzando, o dar la pelea en la seguridad de que merece ser dada, porque los medios son una herramienta estratégica de cualquier construcción política que se precie de tal. El firmante no comparte que la única lucha que se pierde es la que se abandona. Se lucha y se pierde tranquilamente. Pero es irrebatible que nunca se gana si jamás se lucha, y ésta es una lid que se justifica. Sería espantoso que los kioscos narcisistas de la progresía política e intelectual le sacasen el cuerpo a que, tras un cuarto de siglo, pueda derrotarse a la ley que los milicos y sus amanuenses civiles (es al revés, en realidad) nos dejaron como rémora casi invicta, como no sea por modificaciones que encima sirvieron para profundizar sus negociados de comunicación concentrada. Sería lamentable que la izquierda no comprendiese como tácticamente imprescindible el consolidar un campo de acción mucho mejor que el actual, para desarrollar un crecimiento concreto a través del manejo mediático. Sería imperdonable seguir recluidos en divagues retóricos, a la espera de la revolución proletaria universal, en lugar de aprovechar para ocupar lugares. Sería todo eso porque ratificaría que la vocación de poder se acaba en proyectos personalistas, y en acaparamiento de tribus de centros de estudiantes de la facultad, y en dar conferencias. Sería todo eso porque avalaría que lo progre y lo rebelde no sabría qué hacer con medios de comunicación propios y afines, por falta de capacitación pero, antes, por ausencia de claridad conceptual.

¿Qué carajo puede cuestionársele, con honestidad ideológica, a que dos tercios del espectro de radio y televisión puedan quedar en manos del sector público, de organizaciones sociales, de universidades, de cooperativas, de sindicatos? ¿Cómo se hace para no estar en contra de que un único permisionario tenga en la misma zona de influencia el diario, la radio, el canal abierto, el canal de cable? ¿Cómo hacemos para oponernos a que haya la posibilidad de que el fútbol no sea un gueto pago manejado por una corporación de atorrantes? ¿Qué decimos? ¿Que no hay que hacerle el juego al kirchnerismo? ¿Y qué cazzo nos tiene que importar el kirchnerismo, que al fin y al cabo no es más que una circunstancia de la disputa interburguesa, si quedan favorecidas condiciones objetivas de ocupación de espacios? Pero más que eso, en lógica de carácter transitivo: ¿entonces le hacemos el juego a Clarín, para ejemplificarlo con alguna cabeza de turco emblemática? ¿Eso vamos a hacer? ¿Vamos a detenernos para siempre en que este mismo gobierno es el que le renovó la licencia televisiva a ese grupo, y el que visteó la fusión de sus empresas de cable, y el que se dio cuenta recién ahora –como la rata en su momento– de que sale muy caro lo barato de comprar medios y periodistas como concepto de política comunicacional? Vamos: se puede reparar en eso para no comer vidrio, pero no paralizarse en eso. Porque quedar paralítico ahí es ser funcional a los intereses del sistema.

Siempre Gramsci, después de todo. Con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. La inteligencia da, para volver al comienzo, que esto le importa más bien a nadie. Y la voluntad es la inteligencia de que hay que aprovechar. Aun si se pierde, será mejor que haberse dedicado a masturbaciones de sectas y proyectos individualistas.

lunes, 16 de marzo de 2009

Cecilia Cepeda, condenada a muerte

Cecilia Cepeda no se llama Cecilia Cepeda. Es su nombre artístico. El verdadero, nadie lo sabe. Sospechan –los mal pensados– que ha de ser tano o gallego. Eso dicen: tano o gallego. Que es como decir “grasa”. Porque Cecilia Cepeda no da Cepeda. Cepeda, para ella, es demasiado fino. Y ella, de fina, poco. Lo suyo es la contundencia, la estética de la exageración. Su público, que suma legiones, la ama así. Ella no necesita ser otra cosa para que la amen porque la aman como es.

Cecilia Cepeda es la reina de la televisión de Argentia, un país del sur que dice ser la capital cultural de América latina, pero muchos sospechan que no. Si lo fuera, ¿tanto amaría su pueblo a Cecilia Cepeda? Transforman en oro todo lo que en ella es otra cosa. Cualquier otra cosa pero no oro. Si es tosca, dicen que eso, en ella, es desenfado. Si habla mal, es porque se le atragantan las palabras, de tantas que tiene para decirle a su público, al que ama. Si acumula amantes a los que luego tira a la calle es porque no tiene suerte en el amor, la pobre. Si es gorda es porque es auténtica. Si es bizca, le queda bien. Si trata mal a su equipo es para formarlos, porque sólo el rigor educa. Para qué seguir. Ama y es amada. Su público ve en ella la alegría, el triunfo en la vida, el derroche gozoso, el lenguaje del pueblo, la sinceridad, la luz que sólo los poderosos despiden, y el amor. Porque ella ama a todos. Y para ella todos son bellos y hasta más que bellos, divinos les dice. Tiene un corazón enorme, expansivo. Ama tan desmedidamente a sus perritos que, si no fuera por lo tanto que se debe a su público, viviría para ellos.

Cierta vez –quién podría olvidarlo– uno de ellos murió y fue como si se decretara duelo nacional: nadie se presentó a trabajar y todos la acompañaron al cementerio y lloraron con ella. Ella, de luto, con anteojos negros, con pañuelo blanco en la nariz, despidió al animalito con tres o cuatro ladridos que impresionaron a todos. Fue como oírlo al pequeño una vez más, ya que el bichito era parte de su programa, bailaba en dos patitas, correteaba entre los bailarines, y hasta un día, de vivaracho que era, le meó un zapato a la diva, que lo mandó a la puta madre que te parió animal de mierda con una gracia que deleitó a todos. Sin embargo, el revoltoso bichito no volvió a aparecer en cámara.

Cecilia Cepeda se desplaza en un Mercedes Benz rosa que conduce uno de sus sirvientes más fieles: Miguelito Cantarelli. Ella, que ama a todos, aún más, como si algo así fuera posible, lo ama a él. Con Miguelito han recorrido el mundo, con Miguelito han escuchado la música que ella ama: Pat Boone, Bobby Darin, Frankie Avalon, los cantantes que la marcaron en su infancia o tal vez ya en su adolescencia, con Miguelito han hecho fiestas locas, posmodernas (palabra que Miguelito le enseñó), con esos adorables amigos de Miguelito, tiernos gays que pintan sus cuerpos de dorado, que bailan como demonios o como ángeles, siempre maravillosamente, y que ella recibe con dulzura, con su sonrisa de enormes dientes, baila toda la noche con ellos, se embriaga con ellos, se harta de ellos y al amanecer los echa apelando a sus gritos más roncos y más toscos y a ciertas expresiones inusuales: mariquitas, invertidos, petiteros putos del Petit Café, comilones, marcha atrás y otras definiciones del viejo pasado que –más que ofender a los bailarines gay, que se retiran sin más– revelan la lejanía de ideas que en ella aún permanecen, obstinadamente.

Un día, Miguelito la deja en la puerta de su mansión en la banlieue de Baires y ella, olvidadiza, le confiesa: “Hoy pasamos por Piaf y vi un vestido de noche divino, divino. Vos ibas muy rápido, tonto. Y no pude detenerte y comprarlo. Andá vos. Es uno negro, escotado y extra large”. Le da 20.000 dólares. “Con lo que te sobre comprá dos botellas de Chivas. Me compré todas las temporadas de 24. ¿Sabes, Miguelito? Siempre que Jack Bauer tortura a alguien tengo un orgasmo.” Esa noche, Miguelito no vuelve. A la mañana lo encuentran muerto en un lugar poco elegante de Berazategui, zona suburbana de por sí no muy fina. Miguelito tiene la garganta cortada de lado a lado. Y de los 20.000 dólares, nada. Aquí empieza la etapa fundamental en la vida de Cecilia Cepeda. Enloquece acaso. Pero enloquecer por una causa justa, ¿es enloquecer? Piénsenlo. Muerto Miguelito, Cecilia (luego de anunciar en los diarios que ese día dirá en su programa palabras de importancia nacional) las dice: “Lo que falta en este país es el castigo que la Biblia nos enseña. ojo por ojo, diente por diente. Miguelito Cantarelli está muerto. Su asesino, vive. Pero no bastará con atraparlo. Debe morir. Amores míos, divinos de mi corazón, seamos sinceros: ¿no debe morir el que mata? ¿No debe recibir el mismo castigo que él ha propinado? ¡Sí, digamos sí! Vayamos a nuestra Plaza Mayor y en la cara vacilante de este Gobierno cobarde pidamos: ¡Muerte al que mata!”. Y entonces (¡oh, entonces!) Cecilia arriesga su apuesta más temeraria. Lo hace porque es valiente. Porque se atreve a asumir para sí lo que pide para otros. Ella, que nada tiene que ver con el común de la pobre gente, se incluye en ese mundo, se pone a la altura de los miserables mortales, y acepta compartir los riesgos de todos. ¡Sublime, exclaman sus devotos, sublime! Porque Cecilia Cepeda dice: “Oigan bien, mis amores. Escuchen mis palabras directrices. Pueblo entero de mi patria. Aun aquellos pocos que no se ven mi programa, y que ya lo verán. ¡Si yo, Cecilia Cepeda, matara a alguien, porque la vida es compleja y nadie sabe en qué encrucijada del destino puede hallar su perdición, exijo para mí la pena de muerte! Así como exijo al Parlamento su inmediata promulgación. Basta de farsas. El que mata, muere. Si el que mata sabe que morirá, ya no habrá más muertes. ¡Vamos, mis amores, mis divinos, recorran las calles de la República y pregonen este credo de paz, de paz social, de amor por los sanos, por los inocentes!”.

Regresa tarde esa noche a su casa. La espera Haroldo Irurzúa, su actual amante. “¿Escuchaste mi sermón?”, pregunta ella, henchida de orgullo. “Me importa una mierda tu sermón. Te dejo. No te aguanto más.” “Eres impredecible, Haroldo.” “Más de lo que vos pensás. Tengo grabadas todas nuestras maratones sexuales, hetaira insaciable. Si tus divinos llegaran a verlas advertirían lo que eres: una pobre mujer dominada por tus compulsiones sexuales, que te llevan a todo. Más que nada a la impudicia.” No es nuevo esto para Cecilia. Le ha pasado con cada amante que tuvo. Siempre recurre al mismo recurso. En general, ha fallado. Tal vez su puntería no sea una de sus virtudes. Pero hoy, furiosa, demente, incapaz de controlar su pulsión de muerte, agarra un sólido cenicero de vidrio compacto, que donde golpea desgarra, donde desgarra lo hace muy adentro, muy profundamente, y si logra hacer esto, mata. Lo tira con una fuerza –digamos– titánica sobre Haroldo Irurzúa. Le acierta en el medio de la frente. Y la cabeza del fogoso amante explota como un misil norteamericano en Irak. Todo el departamento se tiñe de sangre. Cecilia no pierde la calma. ¿O no tiene a su servicio al mejor abogado del país? Lo llama por teléfono. “Cuneo, venite para casa.” Tal vez al surgir el nombre “Cúneo” hayan pensado ustedes en un famoso abogado del imponderable decenio menemista, durante el cual Cecilia Cepeda brilló más que nunca en su vida. Mas no: se trata de otro “Cuneo”. Cuneo Liberatti, acaso amigo o socio del otro, pero no el mismo. Liberatti llega a la casa de Cecilia. Y dice: “Nena, esta vez sí que la embarraste”. “Inútil, sorete petulante, arrugás ante el primer problema verdadero. Sacame de ésta, letrina. Para eso llevo pagándote fortunas durante años.” Cecilia Cepeda va a la cárcel. Ahí la reciben jubilosamente, mas le destinan una celda común. Cerca de ella está el general Videla, a quien Cecilia admira apasionadamente. Sostienen amigables conversaciones. Ella no lo duda: saldrá prestamente de ahí.

Dos días después la visita Cúneo Liberatti. “Cecilia, querida, reconoce que cometiste un asesinato.” “¿Y que? En este país no hay pena de muerte. En dos semanas estoy afuera.” “Lo dudo, mi amor. Admiro tu poder sobre el pueblo argentio. Han hecho de tus palabras un dogma. Han marchado a la Plaza Mayor y le han exigido al Gobierno la pena de muerte. El Gobierno la derivó al Congreso y los congresales, temerosos de ser masacrados por tus furiosos fans, han declarado la pena de muerte.” Cecilia Cepeda –que estaba de pie– se cae de culo sobre la mísera butaca de su celda, a la que casi quiebra. “¿Qué? ¿Me estás tomando el pelo, rata de expedientes que apestan a corrupción?” “No, Cecilia. Es un espectáculo conmovedor. Te son fieles por completo, hasta el final.” “¡Carajo, mi final!” “Tú lo dijiste. ‘Cecilia lo dijo’, claman. Son multitudes, cariño. ‘¡Si yo, Cecilia Cepeda, matara a alguien, exigiría para mí la prueba de muerte’. ¿Dijiste o no dijiste eso, amor?” “¡Me cago, sí!” “Pues bien, ellos exclaman: ‘Lo ha hecho. Ofrece su vida por la más noble de las causas. Ha matado para demostrar su verdad: el que mata tiene que morir. ¡Que muera, Cecilia Cepeda! Muerta la vamos a amar más que nunca. Porque su integridad, su valor, su fidelidad a sí misma, nos deslumbran. ¡Qué ejemplo para este país de corruptos!” Cecilia volvió a enloquecer: “¡Hijos de puta! ¡Brutos! Basura, siempre supe que eran basura. ¿Cómo no iban a ser basura si me seguían a mí?”. Su abogado dijo: “Y hasta la muerte, querida”.
La guillotinaron. Al saber que su perfume predilecto era Ma Griffes N5 dijeron: “Sin duda, se impone la guillotina”. Embalsamaron su cabeza y la pusieron en la entrada del canal de sus éxitos. Pasó a ser uno de los símbolos más puros de este país que no los derrocha. Una mujer que murió por sus convicciones. Nada menos. Dios salve a Cecilia Cepeda. Dios salve a nuestro país capaz de dar al mundo personajes de tan elevada estatura moral.

sábado, 7 de marzo de 2009

Las crisis reales y las crisis canallas


“Los millones que Occidente está volcando para salvar sus instituciones financieras no sirven de nada frente a una crisis mucho mayor: hay mil millones de personas al borde de la muerte por inanición. Esa es la crisis verdaderamente grave, y ese dinero no hace nada por ellos. Curiosamente, no lo he leído en un periódico americano, sino en uno de Bangladesh.” Esto es blanco sobre negro. Es una reflexión que vertió el lingüista Noam Chomsky en una entrevista publicada esta semana en El País. Mil millones de famélicos no constituyen una crisis en el mundo global. La globalización los fabricó, los asimiló y los naturalizó. Los parámetros con los que se evalúa qué tal anda el mundo dejan afuera el hambre, mientras tiemblan con las hipotecas. Si a la situación actual se la define como crítica, es porque los que entraron en crisis son los incluidos. Los excluidos va de suyo que no deben soportar ninguna pérdida más que la de la propia vida, porque no tienen más que eso.

El diario El País, que hace tiempo se inclina a la derecha, presenta a Chomsky como “uno de los intelectuales más conocidos y mejor valorados fuera de su país”, pero también lo salpica con dos adjetivos poco inocentes: “sempiterno idealista”. De modo que lo que diga el autor de Los guardianes de la Libertad, entre tantas otras obras que desnudaron la manipulación capitalista del sujeto, será leído como el pensamiento de un idílico defensor de las causas perdidas.

Todavía trabajando en su vieja oficina del MIT (Massachusetts Institute of Technology), Chomsky acaba de cumplir sus 80. Aunque ya se jubiló, sigue yendo diariamente al Departamento de Filosofía y Lingüística, donde una foto de Bertrand Russell preside su despacho. Chomsky fue una de las pocas voces con reflejos para criticar el silencio del nuevo presidente norteamericano ante el primer conflicto internacional que hacía necesaria una posición: el ataque israelí a la Franja de Gaza. Pero como él mismo explica, a pesar de que Estados Unidos puede efectivamente ser considerado un país con una gran libertad de expresión, “la libertad tiene muchas dimensiones y otras formas de control, por ejemplo, a través del impacto de la concentración de capital. Por eso usted verá mis artículos en diarios de Johannesburgo, pero nunca en The New York Times”.

Este hombre que vive y piensa en Estados Unidos no es influyente en su país. El aparato mediático privado pero oficial se ocupa de que él escriba y diga lo que quiera, pero también de que esas opiniones queden en la esfera de los que desean lo imposible. Porque sostener que el mundo vive una crisis porque alberga a mil millones de hambrientos es, para ese aparato de poder, una tontería bienintencionada dicha por un “sempiterno idealista”, un dúo de palabras neutralizadoras que bajan de antemano la tensión de las palabras de Chomsky.

A nadie se le hubiera ocurrido tomar medidas drásticas contra el hambre. También es de pueriles y bienintencionados hablar de “seguridad alimentaria”, una noción que manejan los organismos internacionales como la FAO, pero que no operan sobre la realidad ni sobre los gobiernos. Mientras sean los excluidos los que pierdan la vida, no pasará nada. El problema es cuando los incluidos comienzan a perder sus bienes.

El periodista le comenta que para los políticos norteamericanos ya no es el terrorismo “la mayor amenaza mundial, sino la inestabilidad provocada por la crisis”. Y Chomsky replica qué sentido le dan los políticos norteamericanos a la palabra “estabilidad”: la subordinación a Estados Unidos. Quizá a eso se haya referido el jefe de la CIA cuando incluyó en su lista de países con riesgo de inestabilidad a Venezuela, Ecuador y la Argentina. “¿Qué ha hecho Obama para lidiar con la amenaza? Rodearse de gente que contribuyó a crear esta crisis, como Timothy Geithner, Laurence Summers, los banqueros, y encontrar una fórmula para rescatar el sistema que ellos mismos dominan y controlan.”

Otro cuadro cuelga en el despacho de Chomsky en el MIT: una imagen del ángel exterminador junto al salvadoreño cardenal Romero y los seis jesuitas que fueron asesinados con él en los ’80 por escuadrones de la muerte. “Uno de mis fracasos es que ningún norteamericano sepa qué significa ese cuadro.” Nunca lo sabrán. No saben lo que no les importa. No lo quieren saber. Así como los que en este país han reflotado el asunto de la pena de muerte. No quieren saber de la inseguridad de los otros, sólo de la propia y la de quienes se les parecen.

Esta semana, la farándula ha sido muy tenida en cuenta en los programas periodísticos. Moria Casán, Sandro, Carmen Barbieri y otros tantos con menos taquilla han salido a “sincerarse” y a “decir lo que piensa el pueblo” (como dijo Susana Giménez, a quien cuesta imaginársela sin atavío animal print y muchísimo más caminando por alguna calle de tierra). Moria Casán supo decir que no quiere ver pobres porque le descompensan la energía. Usan autos blindados y vidrios polarizados. No toleran que el barro salpique las burbujas de jabón líquido que son sus vidas. Pero, por lo visto, son perfectamente capaces de crear micro climas cuando los monopolios mediáticos abogan por el agite y por el “así no se puede seguir”.

El hambre sigue siendo un crimen todavía más flagrante en el país, cuya dirigencia rural es arengada por la oposición para que no acuerde, para que no pacte, para que no se calme. Hay crisis reales invisibles, y crisis talladas a la medida de unos cuantos canallas.

martes, 17 de febrero de 2009

La cuenta infinita del sultán

Las cuestiones económicas son esencialmente sociales, por este solo hecho interesan al psicoanálisis. El fracaso de los gobiernos y los especialistas en prevenir suficientemente la crisis financiera global ha provocado que la gente entrevea, por un instante al menos, que las fortalezas de la economía capitalista podrían no ser eternas. No es necesariamente una desgracia, darse de cara contra la pared a veces lleva a replantearse seriamente hacia dónde se camina en la vida.

No parece, sin embargo, que los conductores de la política y la economía, que son los mismos, estén yendo a fondo en sus análisis. Hasta ahora están concentrados en evitar el descalabro frente el crecimiento de la producción, industrial, agraria, etc. No es el fondo de la cuestión porque, así como el crecimiento indefinido del crédito dio en la debacle financiera, también el de la producción puede acabar en una gran catástrofe. Las ciencias económicas son inmediatamente axiológicas. Desde hace poco más de tres siglos están rígidamente enlazadas al ideal de un crecimiento infinito de las ganancias, que requiere del aumento también infinito de la actividad económica, que demanda, a su vez, de recursos energéticos igualmente infinitos, etc. Es un programa imposible de cumplir. Este es el problema de fondo.

Mejor dicho: el problema de fondo es la desatención al problema de fondo, consecuencia de que las crisis económicas son consideradas como si fueran tsunamis o tornados, que suceden con independencia de las decisiones humanas. La intelligentsia que lidera el Occidente contemporáneo no lee en los hechos su propio desatino, que consiste en dirigirse hacia metas cuyo primer problema no es ser grandes ni lejanas sino inalcanzables.

La demostración es de pura lógica: no es posible llegar a la meta simplemente porque ésta queda siempre más allá, como el horizonte. La insensatez reside, precisamente, en dirigirse hacia el horizonte creyendo que se puede llegar a él. Hace falta una fe temeraria e insensata para eso. Sin embargo, el mundo está lleno de creyentes de semejante fe, que es, además, extremadamente contagiosa. Por eso una inyección de 800 mil millones de dólares en el mercado no es capaz de tirar el precio de esa moneda por el suelo, ni es fácil que alguien deje de creer en ella. El dólar bien puede ser Dios.

Herejía aparte, la craneoteca económica ha introducido la infinitud en el mundo de una manera más contundente que nunca. La distancia que separa las contabilidades financieras de las realidades humanas ha sido convertida en un abismo insuperable. Han bajado a la tierra medidas sobrenaturales, nadie puede experimentar en sí mismo 800 mil millones de nada, salvo como mero número, contándolo, que tampoco puede porque carece de vida suficiente para hacerlo.

El príncipe Al-Waleed, que sólo es el treceavo entre los ricos, no tiene la menor chance de abarcar siquiera con su mirada la lista de cosas que puede comprar con sus apenas 20 mil millones de capital. No hay que sorprenderse, el mundo viene preparándose para esto desde hace mucho tiempo. En el siglo VI, el rey Tamba de Benarés tenía un harén con 16.000 mujeres. ¿Cuántas de ellas habrá llegado a conocer? Los sultanes modernos no tienen tantas, han sustituido muchas por más palacios, automóviles, acciones de bolsa, jugadores de fútbol y otros chiches, pero tampoco llegan a disfrutar más de unas pocas docenas de lo que en cada caso se trate. No es necesario ir tan lejos, los chicos de clase media hoy tienen cinco o diez veces más juguetes que los que realmente les despiertan interés. Criamos pequeños sultanes.

Los 48 mil millones de dólares que tiene Bill Gates muestran que el intento de computarlo todo también tiene aspiraciones de infinitud, pero él, quizás aburrido de no llegar a ninguna parte, ha optado por dedicarse a la beneficencia. Como todavía no vimos los resultados, no sabemos si ésta es distinta de la que practicaban los sultanes de antes, cuyas inquietudes sociales hacían que dedicaran ingentes fortunas a llenar de lujos a las concubinas de sus harenes imaginando que las harían felices. Tal vez no hicieran algo diferente al padre rico de la nena deprimida que le da dinero para que se alegre saliendo de compras, o que nuestros economistas con sus fórmulas para solucionar la actual crisis, todas necesitadas de que la gente se empeñe en ganar y gastar más, sin fin a la vista.

Desde que el matemático Gérard Desargues, en el siglo XVII, demostró la igualdad entre la recta infinita y la circunferencia, es posible colegir que perseguir el horizonte es dar vueltas en redondo. Si el pensamiento económico no ha sido nutrido suficientemente, no se es capaz de razonar, por ejemplo, que el llamado “carácter cíclico de la economía” es solidario de la marcha pertinaz hacia un infinito inalcanzable.

Para la economía actual, de la extensa y polifacética riqueza de actividades de que es capaz el ser humano sólo cuentan aquéllas cuyos valores están atados al incremento de las ganancias. La creatividad, el genio y el talento interesan únicamente en la medida en que se muestran capaces de engrosar cuentas bancarias, sean de algunos o de todo el mundo. El tema no es ajeno a la comedia: el avaro de Molière, al esconder el cofre, mantiene su contenido separado de la vida. Cuando finalmente se logre que las finanzas rebosen de liquidez, se seguirá acopiando mucho más pero con menos estrés. Nada de vida: con lo que se guarda en el cofre no es posible hacer otra cosa que llevar la cuenta, para vivir habría que llegar primero al horizonte.

Por Raúl Courel


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* El autor es psicoanalista; fue decano de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, donde dirige una investigación sobre psicoanálisis y psicosis social.

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