miércoles, 27 de mayo de 2009

En diferido

Harto ya de estar harto un día se fue al Tigre, al fondo, bien al fondo, por el Carapachay, y se instaló cómodo, solo y entre sus cosas. Podía laburar en lo suyo desde allí, con el contacto de la lancha diaria y proveedora, con teléfono eventual. Lo que hacía, lo que producía, iba y venía por esa vía: entregaba y cobraba sus manufacturas, contacto mínimo por elección. No quiso tele y apagó la radio, pero tenía su música, sus libros, numerosas asignaturas pendientes esperándolo en la biblioteca. Eso sí: recibía, cada día y con la lancha, el diario. Un anclaje, una manera de no cortar con todo, se dijo.

Sin embargo, el primer día que le llegó el matutino de mayor circulación junto con la leche y el pan cotidiano, lo dejó a un costado, no lo miró, no tuvo ganas. Al otro día igual, pero lo puso encima del anterior, los dejó para después. Así pasó con los siguientes, y a la semana tenía una pilita. Varias veces estuvo a punto de usarlos para alentar las primeras llamas del asado habitual pero se contuvo. Tampoco suspendió la entrega. Intuyó que acaso ese almacenamiento de información cotidiana en suspenso tendría algún sentido, y una noche –al mes de estar en la isla–, relajado y escuchando las Variaciones Goldberg en la segunda versión de Glenn Gould, al observar la prolija pila de papel ordenadamente dispuesta, entendió lo que estaba haciendo sin saberlo: suspender la información cotidiana, no enterarse –digamos– para poder leerla acaso alguna vez toda junta, con una distancia que le diera otra perspectiva. La actualidad en diferido, digamos, si cabe expresarlo así sin escandalizar a la lógica.

A partir de ese momento prácticamente no pensó más en el asunto, siguió en lo suyo y disfrutó del lugar, el laburo, la música y los libros. Estuvo mal o bien consigo mismo y como nunca percibió, fue consciente de los cambios del día y las estaciones, las plantas, el agua y los bichos. Y sobre todo fue consciente de la dificultad de parar su propia máquina mental. Sin embargo, de a poco logró cierta armonía y se entregó con una concentración que no conocía a la lectura y a la música, con la que se desesperó y encontró la paz alternativamente. Lo pasó –en fin– como supo y pudo, pero a solas, sin ruidos de actualidad. Mientras, la pila de los diarios crecía, prolija y a la espera. Cada tanto lo asaltaba la angustia por saber qué pasaba fuera de su circunstancia cotidiana, pero siempre se contuvo en los contactos cotidianos, neutralizó la ansiedad por preguntar, por querer saber. Finalmente decidió que volvería a leer los diarios al cumplirse un año –no antes ni después–, y esa decisión lo relajó aún más.

Entre Gardel, el Antiguo Testamento, Dickens, Faulkner, Tristano, Parker, Onetti, Garcilaso, Schoppenhauer, Borges, la colección de Patoruzito y Misterix, Shakespeare, Pugliese instrumental, Chesterton, Conrad, Arlt, Monk, Bach, Kafka, tres décadas de El Gráfico encuadernadas y un largo etcétera que incluía la mera contemplación, el saludable silencio, el mate siempre y el whisky al atardecer, pasó el tiempo. No sabía si era feliz porque estaba solo, pero sí sabía que antes no lo era acaso por estar demasiado (mal) acompañado.

Finalmente, cuando se cumplió el año, fue hacia la pila y no agarró el último diario, el de ese día, sino el primero, el del día en que había llegado: lo leyó de cabo a rabo y cuando lo terminó tuvo una sensación no por obvia menos extraña. Leer en diferido le cambiaba el sentido a la lectura. No sabía si los políticos que aparecían en primera plana seguían vigentes, si el equipo que había ganado ese domingo y encabezaba la tabla había sido finalmente campeón, si la inflación había trepado tal como se pronosticaba, si el crimen de primera plana seguiría ahí mucho tiempo, si encontrarían al asesino, o si no; si la película anunciada había sido tan buena como se suponía. La respuesta estaba o no en algún lugar de la pila, en algún punto de la serie. Podía espiar, si quería.

Ahí fue cuando tomó su segunda decisión: no espiaría ese futuro ya pasado, no se adelantaría en la lectura, leería uno por día, encararía la lectura como si recién tuviera el diario de ese día en sus manos, experimentaría en sí mismo las reacciones ante la incertidumbre de lo porvenir con la evidencia de que lo que esperaba ya había pasado...

Y así entendió de pronto, en toda su ambigua significación, el doble sentido de diferir: en diferir estaba la idea de postergar pero también de la de diferenciar(se). El que difiere asume la tácita, necesaria diferencia. Al diferir la lectura, el texto y él mismo diferían (no eran los mismos) respecto de su situación original. Y eso –lo supo, lo quiso– estaba bueno. Estaba muy bien esa distancia.

Porque leído así, en cuentagotas, en capítulos diarios, el año cerrado no difería demasiado –otra vez la idea...– de los otros relatos con los que había llenado de lectura (historias reales, ficciones) todo ese tiempo de apartamiento de la actualidad. El diario de un año era un texto narrativo más, complejo y diverso pero que, en el fondo, compartía sus atributos formales con los otros textos. Y en la comparación, y en todos los órdenes, el diario perdía. Si ante una novela se requería, para participar y disfrutarla plenamente, una programática suspensión momentánea de la incredulidad (hacer como que lo que pasaba era “cierto” era el pacto de lectura: creer en (la existencia de) Joseph K y Madame Bovary, no tardó en experimentar la desagradable sensación de que –sin querer– el diario requería una suspensión inversa: para poder aceptarlo (digerirlo) había que suponer que lo que se leía no era cierto ni pretendía serlo... Que sólo suspendiendo momentáneamente la credulidad se podía soportar tanta incoherencia, tanta falsa expectativa creada para nada, tantos caracteres falsamente pintados, tanta historia abierta que cerraba mal, sin desarrollo; tantos temas supuestamente clave que apenas insinuados desaparecían; tantos personajes incoherentes y contradictorios, tanta incongruencia entre la acción descripta y los comentarios del narrador; tanta falsa expectativa defraudada sin aviso ni vergüenza; tanta contradicción no resuelta... Tanto interés requerido al pedo, tantos trucos de cuarta para lograr la atención folletinesca de un lector supuestamente imbécil.

Mirados con la distancia de un año apenas; diferidos los sucesos y personajes de la novela del diario, tuvo finalmente la sensación de una infinita cantidad de energía narrativa desperdiciada para contar tendenciosamente lo innecesario.

Tal vez por eso, tras completar la lectura puntual durante un año de los diarios del año anterior, se detuvo otra vez. Estaba amargado, ansioso, enojado consigo y el mundo, otra vez enfermo. Por eso decidió parar. Se había acumulado una pila equivalente de los diarios de los últimos doce meses pero decidió que la historia que le contaban lo asqueaba. No es que no le interesara cómo seguía; el problema no era la historia –que en el fondo era siempre la misma y la suya también–, sino el cómo del relato. Y ahí se dio cuenta de que, secretamente, la idea de diferir la información, de convertirla en algo equivalente a la historia o a la mera ficción para verla con mayor distancia tenía que ver con su fantasía de salud personal, una coartada, un ensayo, una pelotudez como cualquier otra en la busca de cómo zafar. Es decir: verificó que estaba enfermo, bah, que seguía enfermo. Al parecer, irremediablemente.

Entonces miró la pila nueva que se había formado y calculó a cuánto llegaría en cinco años. Probaría otra vez, pero con un diferido mayor. Acaso así alcanzase alguna vez la serenidad buscada. Lo dudaba. No era un avestruz pero se consideraba con derecho a elegir su enfermedad. Suspiró, agarró La Divina Comedia y al acercarse a la estufa dudó un momento. No, no usaría ningún diario para encenderla. No era hombre de quemar las naves. De quemar nada, en realidad.

Por Juan Sasturain para Pagina 12

http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-125116-2009-05-18.html

sábado, 9 de mayo de 2009

Disculpen la molestia

Quiero compartir algunas preguntas, moscas que me zumban en la cabeza.

¿Es justa la justicia? ¿Está parada sobre sus pies la justicia del mundo al revés?

El zapatista de Irak, el que arrojó los zapatazos contra Bush, fue condenado a tres años de cárcel. ¿No merecía, más bien, una condecoración?

¿Quién es el terrorista? ¿El zapatista o el zapateado? ¿No es culpable de terrorismo el serial killer que mintiendo inventó la guerra de Irak, asesinó a un gentío y legalizó la tortura y mandó aplicarla?

¿Son culpables los pobladores de Atenco, en México, o los indígenas mapuches de Chile, o los kekchíes de Guatemala, o los campesinos sin tierra de Brasil, acusados todos de terrorismo por defender su derecho a la tierra? Si sagrada es la tierra, aunque la ley no lo diga, ¿no son sagrados, también, quienes la defienden?

Según la revista Foreign Policy, Somalia es el lugar más peligroso de todos. Pero, ¿quiénes son los piratas? ¿Los muertos de hambre que asaltan barcos o los especuladores de Wall Street, que llevan años asaltando el mundo y ahora reciben multimillonarias recompensas por sus afanes?

¿Por qué el mundo premia a quienes lo desvalijan?

¿Por qué la justicia es ciega de un solo ojo? Wal Mart, la empresa más poderosa de todas, prohíbe los sindicatos. McDonald’s, también. ¿Por qué estas empresas violan, con delincuente impunidad, la ley internacional? ¿Será porque en el mundo de nuestro tiempo el trabajo vale menos que la basura y menos todavía valen los derechos de los trabajadores?

¿Quiénes son los justos y quiénes los injustos? Si la justicia internacional de veras existe, ¿por qué nunca juzga a los poderosos? No van presos los autores de las más feroces carnicerías. ¿Será porque son ellos quienes tienen las llaves de las cárceles?

¿Por qué son intocables las cinco potencias que tienen derecho de veto en las Naciones Unidas? ¿Ese derecho tiene origen divino? ¿Velan por la paz los que hacen el negocio de la guerra? ¿Es justo que la paz mundial esté a cargo de las cinco potencias que son las principales productoras de armas? Sin despreciar a los narcotraficantes, ¿no es éste también un caso de “crimen organizado”?

Pero no demandan castigo contra los amos del mundo los clamores de quienes exigen, en todas partes, la pena de muerte. Faltaba más. Los clamores claman contra los asesinos que usan navajas, no contra los que usan misiles.

Y uno se pregunta: ya que esos justicieros están tan locos de ganas de matar, ¿por qué no exigen la pena de muerte contra la injusticia social? ¿Es justo un mundo que cada minuto destina tres millones de dólares a los gastos militares, mientras cada minuto mueren quince niños por hambre o enfermedad curable? ¿Contra quién se arma, hasta los dientes, la llamada comunidad internacional? ¿Contra la pobreza o contra los pobres?

¿Por qué los fervorosos de la pena capital no exigen la pena de muerte contra los valores de la sociedad de consumo, que cotidianamente atentan contra la seguridad pública? ¿O acaso no invita al crimen el bombardeo de la publicidad que aturde a millones y millones de jóvenes desempleados, o mal pagados, repitiéndoles noche y día que ser es tener, tener un automóvil, tener zapatos de marca, tener, tener, y quien no tiene, no es?

¿Y por qué no se implanta la pena de muerte contra la muerte? El mundo está organizado al servicio de la muerte. ¿O no fabrica muerte la industria militar, que devora la mayor parte de nuestros recursos y buena parte de nuestras energías? Los amos del mundo sólo condenan la violencia cuando la ejercen otros. Y este monopolio de la violencia se traduce en un hecho inexplicable para los extraterrestres, y también insoportable para los terrestres que todavía queremos, contra toda evidencia, sobrevivir: los humanos somos los únicos animales especializados en el exterminio mutuo, y hemos desarrollado una tecnología de la destrucción que está aniquilando, de paso, al planeta y a todos sus habitantes.

Esa tecnología se alimenta del miedo. Es el miedo quien fabrica los enemigos que justifican el derroche militar y policial. Y en tren de implantar la pena de muerte, ¿qué tal si condenamos a muerte al miedo? ¿No sería sano acabar con esta dictadura universal de los asustadores profesionales? Los sembradores de pánicos nos condenan a la soledad, nos prohíben la solidaridad: sálvese quien pueda, aplastaos los unos a los otros, el prójimo es siempre un peligro que acecha, ojo, mucho cuidado, éste te robará, aquél te violará, ese cochecito de bebé esconde una bomba musulmana y si esa mujer te mira, esa vecina de aspecto inocente, es seguro que te contagia la peste porcina.

En el mundo al revés, dan miedo hasta los más elementales actos de justicia y sentido común. Cuando el presidente Evo Morales inició la refundación de Bolivia, para que este país de mayoría indígena dejara de tener vergüenza de mirarse al espejo, provocó pánico. Este desafío era catastrófico desde el punto de vista del orden racista tradicional, que decía ser el único orden posible: Evo era, traía el caos y la violencia, y por su culpa la unidad nacional iba a estallar, rota en pedazos. Y cuando el presidente ecuatoriano Correa anunció que se negaba a pagar las deudas no legítimas, la noticia produjo terror en el mundo financiero y el Ecuador fue amenazado con terribles castigos, por estar dando tan mal ejemplo. Si las dictaduras militares y los políticos ladrones han sido siempre mimados por la banca internacional, ¿no nos hemos acostumbrado ya a aceptar como fatalidad del destino que el pueblo pague el garrote que lo golpea y la codicia que lo saquea?

Pero, ¿será que han sido divorciados para siempre jamás el sentido común y la justicia?

¿No nacieron para caminar juntos, bien pegaditos, el sentido común y la justicia?

¿No es de sentido común, y también de justicia, ese lema de las feministas que dicen que si nosotros, los machos, quedáramos embarazados, el aborto sería libre? ¿Por qué no se legaliza el derecho al aborto? ¿Será porque entonces dejaría de ser el privilegio de las mujeres que pueden pagarlo y de los médicos que pueden cobrarlo?

Lo mismo ocurre con otro escandaloso caso de negación de la justicia y el sentido común: ¿por qué no se legaliza la droga? ¿Acaso no es, como el aborto, un tema de salud pública? Y el país que más drogadictos contiene, ¿qué autoridad moral tiene para condenar a quienes abastecen su demanda? ¿Y por qué los grandes medios de comunicación, tan consagrados a la guerra contra el flagelo de la droga, jamás dicen que proviene de Afganistán casi toda la heroína que se consume en el mundo? ¿Quién manda en Afganistán? ¿No es ese un país militarmente ocupado por el mesiánico país que se atribuye la misión de salvarnos a todos?

¿Por qué no se legalizan las drogas de una buena vez? ¿No será porque brindan el mejor pretexto para las invasiones militares, además de brindar las más jugosas ganancias a los grandes bancos que en las noches trabajan como lavanderías?

Ahora el mundo está triste porque se venden menos autos. Una de las consecuencias de la crisis mundial es la caída de la próspera industria del automóvil. Si tuviéramos algún resto de sentido común, y alguito de sentido de la justicia ¿no tendríamos que celebrar esa buena noticia? ¿O acaso la disminución de los automóviles no es una buena noticia, desde el punto de vista de la naturaleza, que estará un poquito menos envenenada, y de los peatones, que morirán un poquito menos?

Según Lewis Carroll, la Reina explicó a Alicia cómo funciona la justicia en el país de las maravillas:

–Ahí lo tienes –dijo la Reina–. Está encerrado en la cárcel, cumpliendo su condena; pero el juicio no empezará hasta el próximo miércoles. Y por supuesto, el crimen será cometido al final.

En El Salvador, el arzobispo Oscar Arnulfo Romero comprobó que la justicia, como la serpiente, sólo muerde a los descalzos. El murió a balazos, por denunciar que en su país los descalzos nacían de antemano condenados, por delito de nacimiento.

El resultado de las recientes elecciones en El Salvador, ¿no es de alguna manera un homenaje? ¿Un homenaje al arzobispo Romero y a los miles que como él murieron luchando por una justicia justa en el reino de la injusticia?

A veces terminan mal las historias de la Historia; pero ella, la Historia, no termina. Cuando dice adiós, dice hasta luego.

Por Eduardo Galeano, para Pagina 12

http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-124547-2009-05-08.html#arriba